Ecos de un relato

Decir sus nombres o la fecha, su edad o sus posturas, no resulta indispensable.
Basta con saber que eran dos ánimas sedientas de fuentes distintas, de
urgentes venturas postergadas.
En una era física la falta; la otra llevaba físico el dolor que no
soporta el alma.
Quizá, sí sería necesario conocer el contexto de esta historia: una
época banal, carente de afectos y plena de indiferencia.
“La vida avanza arrasando tras ella las cosas que un querer, olvidado
o perdido en el pasado, dio por muertas en el umbral de un nuevo siglo donde es
más importante el parecer. ¿Y qué hay de la esencia? ¿Soportará adormecida el vendaval de la
apariencia? Tal vez, el abrazo final del viento cargue el remolino de lo
efímero, y mareado, o quizá lisonjero, olvide arrastrar consigo los últimos
vestigios de lo interno.”
Mas, ahora, solo importa este momento en que cada uno a su manera,
tiende los hilos de su minúscula existencia.
En el caso particular que nos ocupa, se destacan los límites que esos
seres se han impuesto, y a conciencia.
Los de una era su pequeña rutina cotidiana, consistente en un plumero
y algo más con qué limpiar el polvo acumulado.
La partícula visible, no la interna, de esta ya la vida se hará cargo.
Distinta estrechez condicionaba al otro personaje de la historia: carecía
de un hogar donde reposar tanta miseria.
Si acaso lograba acercarse hasta una hoguera, esta siempre le era
ajena; su sola pertenencia era aquel don de la sonrisa que, abierta y
espontánea, surgía en recompensa de unas cuantas migajas.
“¿Será la gente compasiva? Siempre temí nombrar esa palabra, pues en
conceptos magnánimos no creo. Es un secreto a voces que desconfío del ser que
disfraza su intento. Tal vez, por eso, me atrevo yo a decir que no era compasión, sino
culpa cargada de recelo. Si se pudiera atisbar sus miradas perdidas. Cien, mil veces no
serían suficientes para hallar la verdad que esconde el camino de estas vidas
que siguen, fieles a sí mismas, sus propios derroteros. Quizá, una mente despierta, que guste de explorar los roles que a
otros cupieron, podría acertar sin reticencias y describir mejor la escena.”
Fue el fortín de robustas paredes, que semejando solidez y venturanza,
atrajo el vuelo de la pobreza disfrazada de libertad, tal vez conquistada o tal
vez impuesta a fuerza de no ser, de no esperar.
Su dueña se encontraba en su moldura inquebrantable, refugio seguro ante...
“¿Ante qué? ¿Existe solo una clase de intemperie? ¿Qué se siente bajo una noche oscura e implacable del invierno, sino
el frío? ¿Y no es él menos intenso que otros desamparos? ¿No es el manto del olvido más gélido y más cruel que la nada
interpuesta entre nosotros y el cielo? De todas formas, las apariencias nos producen una sensación de
bienestar, seguramente conseguido por tan repetida su ilusión.”
El ruido cotidiano, quebrado por un golpe en el cristal, distrajo la
atención de su ocupante.
Y así fue aquel encuentro.
—¿No posee una migaja que quisiera desechar en nombre de su buena
voluntad hacia los nuestros, los desposeídos de todo, los que sólo vivimos si
el humor de la gente nos concede el permiso?
No es dinero lo que solicito, solo un poco de alimento, que me mantenga
despierto hasta ver el sol cuando se escapa y me permita dormir seguro de que,
si se esfuerza, el cuerpo soportará la espera de las próximas migajas. A usted,
señora, no es esto qué le falta.
“Si se pudiera otear desde aquel árbol... La cabeza gacha que se aleja para buscar la hogaza que calme la
angustia de ese jovenzuelo impide escudriñar esos ojos que presumo vacíos. ¿Será
bondad o sólo la dádiva pronta que libere el momento? La rueda de la vida gira y gira.
No hay tiempo para deferencias; el polvo se acumula y no hay
presteza que pueda remediar tanta
tardanza, tanto descuido involuntario que detiene el día. Quizá pierda el
carrusel de la mañana ¿y qué será de ella? Que tan sola, tan asidua a su dolor parece
haber quebrado su esperanza.”
La hogaza calma la urgencia física del hombre.
“¿Qué podrá saciar la del recuerdo?”
—Nada hay señora que cure la nostalgia. Solo la vida, si limpia usted,
señora, no ya el hollín que en sus muebles se acumula, sino la costra que anidó
en su alma. Es dura la vida, sí, mas no es esquiva. Siempre sorprende, siempre
regala. Cruce esta puerta, que en cada esquina ella la espera.
Le dejo mi sonrisa y me despido, yo sé dónde encontrar otras
migajas...
“Si se pudiera otear desde una rama... ¿Es una lágrima? ¿Por qué ese gesto de limpiar los ojos? ¿Intentará quitar una partícula de polvo en su mirada?”
La luz que atravesó el invierno de su cuartel seguro permite verle una
sonrisa.
“Sustancia o ilusión. ¿Cuál ha de obrar como alimento más fecundo?”
María De Angelis