Selenia
La conocí una tarde de invierno cuando me dirigía a alguna
parte. Su nombre grabado en el cartel de la autopista me dio la bienvenida, y
aún hoy, después de tanto tiempo, conservo en mi mente las imágenes de sus calles
de piedra, a cuya vera, una hilera de alisos oscurecía el día e impregnaba el
aire de esa mezcla de aromas secos que despiden los árboles cuando la nieve se
ha ido. Sin excepción, las casas estaban
precedidas por jardines, en cuyas plantas, un incipiente verdor anunciaba que
la primavera estaba próxima.
A medida que avanzaba
hacia el centro, las casas iban adquiriendo altura. De dos pisos primero
hasta llegar a seis en la zona que circundaba la plaza principal, donde las
fachadas, del mismo color, pintaban la ciudad de monotonía.
No se trataba de una gran ciudad. No había un centro que
aglutinara gran cantidad de negocios como en otras urbes; sin embargo, su
encanto provenía justamente de esa falta de urbanidad. De esa mezcla de
vestigios de un antiguo pueblo perdido en el tiempo que asiste al lento
florecer de las luces propias de las ciudades modernas.
Algunos cafés, pequeños, pero de gran calidez, se mezclaban
entre comercios donde el buen gusto de su decoración era lo corriente. No había
vistosos anuncios en las puertas de esas tiendas. En su lugar, letras sobrias y
elegantes, sin colores estridentes, anunciaban en las marquesinas el nombre de
cada tienda, brindando a la vista un conjunto prolijo y ordenado.
Las calles eran solitarias y los ruidos, escasos. Solo algún
auto que pasaba interrumpía el silencio imperante en aquella hora de la tarde,
en la que la gente aún trabajaba o se encontraba en sus casas. Por momentos, me llegaban los acordes de una pieza ejecutada
en un piano, provenientes, tal vez, de algún café. Acordes que, como susurros,
inundaban la atmósfera de melodía y creaban un clima plácido y acogedor, que
hacía honor a su dulce nombre, Selenia.